Incendios en el pinar
Fragmento del mapa Pinar Viejo (de la Comunidad de Coca). Escala 1:20 000, sin fecha. Ayuntamiento de Coca.
En una masa forestal tan grande como la que posee Coca y, sobre todo, la Comunidad de Villa y Tierra, los incendios han sido un fenómeno frecuente que ha configurado la fisonomía de los pinares aún más en el pasado en que estos eran sucesos más habituales que en la actualidad.
Por lo que sabemos, las causas de los incendios del pasado no siempre eran naturales, en realidad pocas veces lo eran. Tampoco eran provocados intencionadamente, sino que solían ser el resultado de un sistema de explotación y unas actividades económicas que hacían que la presencia humana en el pinar fuera mucho más numerosa que en la actualidad. Tampoco el pinar de los siglos anteriores era el que conocemos ahora. Entonces se mezclaban los rodales y «espesos» de pinos de diferentes edades con extensas zonas de pasto y matorral (retama, albareja…). En favor de los incendios pesaba la existencia de numerosas pegueras en el interior del pinar, así como la permanencia constante de un elevado número de personas como corresponde a un recurso económico de primer orden: pegueros, madereros, resineros, pastores, carboneros… aprovechando los bienes naturales que ofrecía el pinar: resina, pez, pastos, leña, madera, piñotes, piñas, brozas (barrujo, ramera, chistos…), caza, etc. A esa presencia permanente se sumaba la propia extensión del pinar que obligaba, en ocasiones, a permanecer en él durante varios días para no tener que desplazarse a diario al pueblo andando o en burro en el mejor de los casos. Lo más frecuente era realizar jornadas completas en el bosque, se llegaba al amanecer y se regresaba al ocaso lo que obligaba a realizar la comida de mediodía en el pinar.
Los administradores del monte trataban de evitar los incendios promulgando normas tendentes a evitarlos. Las Ordenanzas de 1583 ya recogían la obligatoriedad de los habitantes de los pueblos comuneros de acudir al pinar en caso de incendio bajo pena de multa. El Reglamento de Peguería de 1833 prohibía poner lumbre en el pinar durante el verano para hacer o calentar la comida a excepción de quienes se quedaran en él durante la noche, en cuyo caso sí podían poner fuego para la cena a condición de apagarlo convenientemente y siempre bajo la responsabilidad de correr con los gastos de los daños que pudieran causarse. Eso obligaba a consumir comida fría, en la mayoría de los casos, o a hacer que un hijo menor llevara «la merienda» y eso, para los pegueros, solía ser la excusa para camuflar el trabajo de una segunda persona, que estaba prohibido, lo que dio lugar a numerosas denuncias por parte de los guardas.
Los incendios del pasado han dejado su rastro en la toponimia local. Solían denominarse según la zona en que se produjeran (Quemado de las Rozas, de la Raya de Villaverde…), según el resinero que labraba ese territorio (Quemado del tío Caballo, de los Cara-Anchas, del tío Leoncio…) o de la peguera a la que afectaba o de la que partía (Quemado de la Peguera Nueva, de la Peguera de Morejos…). Asociados a estas zonas quemadas y sin vegetación aparecen los «claros» o «rasos»: El Raso Perucho, el Claro de Narros…
Pero lo que todos estos incendios tienen en común es la trayectoria que realizan desde su origen pues su recorrido lo hacen en función de los vientos dominantes. Todos ellos, sean del tamaño que sean, realizan un trayecto aproximado de oeste a este. Es el mismo recorrido que realizaron los dos últimos grandes incendios que muchos recordarán, los sucedidos en los veranos de 1985 (El Clavo-Los Alisos) y de 1999 (El Cantosal-Pinar Nuevo). El primero de ellos se produjo casualmente durante las fiestas de agosto. Así que se me ocurre, a tocar madera y ojalá tengamos la fiesta en paz.
Adolfo Rodríguez Arranz
El texto aparece en el programa de fiestas de agosto de 2019