El monte y la lluvia

Maribel Egido Carrasco


Salir al campo a pasear cuando llueve no tiene demasiada buena prensa. Es natural, ya que resulta un poco incómodo, tienes que cargar con el paraguas, te manchas los pies de barro, el perro se pone perdido...
Sin embargo, si olvidamos un poco los inconvenientes, “perderse” por los montes de Coca cuando llueve con suavidad, es muy grato: el aire huele deliciosamente, las gotas de agua que penden de las acículas de los pinos parecen pequeñas joyas, las pequeñas plantitas del suelo y los líquenes de los árboles lucen un verde espectacular, y hay una luz suave que lo envuelve todo y le presta un encanto especial, mientras el paseante escucha el apagado sonido de la lluvia, y de vez en cuando el graznido de algún pájaro despistado que busca refugio para no mojarse.

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A veces, si hay suerte, un tímido rayo de sol se cuela entre las grises nubes cargadas de lluvia, y allá donde llega, ilumina un árbol, o el pueblo que aparece en lontananza, y lo baña de un extraño resplandor azulado que desaparece con rapidez, casi sin darnos tiempo a captarlo con la cámara.
En fin, otra delicia que podemos disfrutar los que vivimos tan cerca de la Naturaleza. Merece la pena limpiar después nuestras botas de campo o nuestras deportivas, y secar un poco al perro, al que, por cierto, tampoco parece importarle mucho mojarse a cambio de corretear libremente por el monte.

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